Enrique Javier Díez – Agustín Moreno

Desde mediados del siglo XIX, se ha venido desarrollando en España una amplia y sólida malla de centros escolares privados, mayoritariamente confesionales católicos. Sin embargo, no sería hasta 1985, con el gobierno del PSOE de Felipe González, cuando la figura del colegio concertado (privado financiado públicamente) adquiere carta de naturaleza legal y se consolida como una categoría propia, al lado de los centros públicos y de los privados sin financiación pública.

En un primer momento, las subvenciones a centros privados a través de los conciertos educativos se justificaban como complemento a una red pública que no podía cubrir una creciente demanda de plazas escolares, por el fuerte crecimiento demográfico (baby boom) y la ampliación de los años de escolarización obligatoria. Sin embargo, la notable mejora cuantitativa y cualitativa de la red pública de centros hace que, en el momento actual, el mantenimiento de unidades escolares en centros concertados no se pueda justificar por la insuficiencia de los centros públicos para atender la demanda, sino por razones ideológicas (Fernández y Muñiz, 2012). En una coyuntura de crisis económica duradera y escasez de recursos públicos, se plantea un evidente problema al derivar los fondos públicos a financiar opciones privadas.

A pesar de ello, la financiación pública de opciones educativas privadas aumenta año tras año. España se ha convertido, en este sentido, en una anomalía dentro del panorama internacional en lo que se refiere a centros educativos privados sostenidos con fondos públicos. Somos el tercer país de Europa en este tipo de centros, detrás de Bélgica y Malta; y el gasto privado en educación (0,6% PIB) es el doble que en la UE (0,36% PIB). En todos los demás países (Francia, Alemania, la católica Italia o la envidiada Finlandia, entre otros) la educación es fundamentalmente pública (89,2% en Educación Primaria y un 83% en Secundaria en la UE-28, frente a un 67,3% de España).

Se ha alcanzado una situación en España en que prácticamente toda la enseñanza privada se encuentra concertada. Aunque haya centros concertados que cumplen la función educativa de forma correcta, lo más significativo es que el 63% de este sector privado (que representa un tercio de la oferta de enseñanza en su conjunto) corresponde a centros docentes de la Iglesia católica, que constituyen un auténtico subsistema consolidado y con gran poder. Si la media de centros privados financiados públicamente alcanza el 32,7%, en el país, en algunas de las comunidades en las que han gobernado partidos conservadores el porcentaje supera el 50% (Cataluña, Madrid, Valencia, Navarra y País Vasco). Esta tendencia se justifica desde los sectores conservadores y neoliberales en función de una supuesta “mayor demanda” de las familias, no por una mayor calidad educativa, sino por las características socioeconómicas de la población de esas escuelas concertadas.

“La primera hipotética razón nos haría pensar que los centros concertados pueden ofrecer una mayor calidad en la educación académica, pero los datos no dicen eso, una vez que se descuenta el efecto de las características socioeconómicas del alumnado. En segundo lugar, tampoco los resultados respaldan una hipotética mejor formación en comportamientos sociales en los centros concertados con respecto a los centros públicos. En tercer lugar, el factor religioso (católico) tiene una cierta relevancia, aunque no parece determinante en último extremo para la elección de centro” (Fernández y Muñiz, 2012, 115; Rogero y Andrés, 2014). Es más, los centros públicos presentan condiciones objetivas más favorables para la educación de calidad al contar con aulas menos masificadas, más participación de la comunidad educativa y un profesorado seleccionado en pruebas objetivas que respetan igualdad, mérito y capacidad.

“Lo que sí respalda la evidencia estadística es la creencia de los padres y las madres en que los ‘contactos’ sociales y los compañeros y las compañeras de aula pueden influir en los resultados educativos y en el futuro sociolaboral de sus hijos e hijas, motivo por el cual suelen preferir centros concertados” (Fernández y Muñiz, 2012, 115Rodríguez, Pruneda y Cuerto, 2014). Lo cierto es que, como dice Gimeno Sacristán (1998), detrás de muchos argumentos a favor de la libre elección, más que fervor liberalizador, lo que esconden los privilegiados es el rechazo a la mezcla social, a educar a los hijos e hijas con los que no son de la misma clase social.

De hecho, la más reciente investigación en sociología de la educación, de la Universidad Autónoma de Madrid (Rogero y Andrés, 2016), corrobora que “la libertad de elección de centro no existe, es un término falaz para justificar un sistema que segrega al alumnado y que sirve a las clases medias y altas para alejarse de los alumnos extranjeros y de las clases bajas”. El 82% del alumnado inmigrante, de minorías y con necesidades educativas específicas está escolarizado en la escuela pública (Sáenz, Milán y Martínez, 2010). Por tanto, “no cabe hablar de calidad de la enseñanza, sino de calidad social de la clientela” (Feito, 2002, 121). Con ello nos encontramos ante un círculo vicioso de segregación social que, de continuar, aboca a una importante merma de la equidad y la cohesión social.

Así entendida, la libertad de elección es un privilegio y no un derecho, además de una estrategia para situar la educación dentro del proceso de privatización del mercado. Siendo razonable que todas las familias puedan acceder al centro educativo que deseen, no se puede equiparar la preferencia de elección de colegio con un derecho fundamental. Las preferencias particulares se las tiene que pagar cada uno, como antes se hacía en España. Si la Educación es un bien público no puede mantenerse como un negocio privado. El Estado debe velar por el bien común y no fomentar un mercado educativo con rankings de colegios, en donde las familias compitan para conseguir la mejor oferta, como si de un gran supermercado se tratara.

La obligación de la comunidad debe ser garantizar el derecho a la mejor educación pública de calidad que tienen todos los niños y niñas. Y eso solo es posible con una red pública única, que no derive recursos públicos de nuestros impuestos a financiar opciones privadas, que garantice una oferta de plazas públicas suficientes en todos los niveles y modalidades educativas, que respete criterios pedagógicos y equitativos que beneficien a los menores y que ofrezca igualdad de oportunidades.

El doble principio constitucional del derecho a la educación y la libertad de enseñanza no se refiere en ningún momento a la preferencia de elección de centro educativo. Hace referencia a la capacidad de creación de centros o a la libertad de cátedra. Pero en una interpretación abusiva de este derecho de creación de centros, la LODE estableció la posibilidad de elegir entre dos redes financiadas con fondos públicos, con lo que se ha querido deliberadamente confundir el derecho a crear centros privados con el de las familias a recibir una ayuda pública para elegirlos, lo que en modo alguno está en nuestra Constitución ni en el derecho comparado (Moreno y otros, 2012). El propio Tribunal Constitucional ha confirmado que no existe ese hipotético «derecho a la subvención» aplicable a los centros educativos privados (1).

Los informes internacionales dejan claras las consecuencias negativas de esta política de escolarización. El informe de la OCDE denominado Equidad y calidad de la educación. Apoyo a estudiantes y escuelas en desventaja, indica claramente que “proporcionar plena libertad de elección de escuela a los padres puede dar por resultado la segregación de estudiantes según sus capacidades y antecedentes socioeconómicos, y generar mayores desigualdades en los sistemas educativos”. En definitiva, el sistema de “elección de centro” se basa en la lógica individualista de la “ética del más fuerte” y no en la lógica igualitaria de la pluralidad y la convivencia.

Estamos actualmente ante una grave disyuntiva. Hoy dos proyectos ideológicos, sociales y políticos avanzan a nivel mundial. Estos dos proyectos encarnan dos formas radicalmente diferentes de entender el ser humano, las relaciones económico-sociales y la educación.

El primero, asienta sus raíces en un modelo económico y social capitalista basado en el egoísmo competitivo y fundamentado en la ideología neoliberal. Para esta ideología el interés colectivo no tiene por qué ser la finalidad la política educativa (Fernández Soria, 2007). Aboga por un mundo de competición descarnada, donde el mercado regule quién sobrevive en esta lucha permanente y desaparezcan los mecanismos de protección del bien común. Parte del axioma, según el cual, las personas son responsables individualmente de su posible bienestar o malestar. Depende únicamente del mérito y del esfuerzo propio lo que se consigue en la vida. Solo los más aptos sobrevivirán, puesto que los débiles y pobres no han sabido o querido esforzarse lo suficiente para triunfar. La pobreza y la desigualdad son inevitables y, en todo caso, algo se puede paliar con misericordia, sean obras de caridad, fundaciones u ongs.

Este modelo neoliberal, a pesar de la desigualdad mundial creciente que ha provocado, sigue siendo defendido por sus adeptos. Ha conseguido convertir la educación, de un derecho garantizado, en una oportunidad de negocio de corporaciones empresariales y grupos de intereses (en España, ligados fundamentalmente a la jerarquía católica), e impone cada vez con mayor ahínco un modelo de gestión de las escuelas como si fueran empresas que exigen “rentabilidad” y beneficios.

Con este modelo queda en el olvido un fundamento básico para la educación, que no es otro que procurar el progreso de todos y de todas y no el de unos pocos. Este es el otro modelo que considera que la finalidad de la educación es conseguir el amor y el gusto por el saber, el desarrollo moral y la formación de ciudadanía crítica y comprometida con la mejora de la sociedad en la que viven (Moreno, 2016). Busca la mejora de todas las escuelas públicas y hacerlas aceptables a las familias, en vez de incitarlas a elegir y competir, ya que no solo es menos costoso, sino que preserva los fines sociales de la educación. Entiende la educación como un bien común, en el que las familias participen, no como clientes, sino como copartícipes activas en la construcción social de una escuela beneficiosa para sus hijos y los hijos e hijas de los demás (Fernández Soria, 2007).

El Foro de Sevilla, junto con otras muchas organizaciones educativas y sindicales, propone como solución en todo posible acuerdo que se articule para una nueva ley de educación, establecer como un eje fundamental la supresión progresiva de la financiación pública de los centros privados concertados. La actual financiación pública de una doble red conduce al desmantelamiento del modelo de escuela pública como un proyecto solidario de vertebración social. Es urgente e imprescindible, por tanto, la apuesta por una red única de centros de titularidad y gestión pública que, progresivamente, y de manera voluntaria y negociada, integre los centros privados concertados. Mientras tanto, no debe haber ni un solo concierto más para la educación privada y debe suprimirse de inmediato la financiación a centros que practiquen cualquier tipo de discriminación o no aseguren la gratuidad.

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1. Así lo ha dejado asentado el Tribunal Constitucional. Cabe citar, por ejemplo, la sentencia 86/1985, de 10 de julio, dictada por su Sala Segunda: “… siendo del todo claro que el derecho a la educación -a la educación gratuita en la enseñanza básica- no comprende el derecho a la gratuidad educativa en cualesquiera Centros privados, porque los recursos públicos no han de acudir, incondicionadamente, allá donde vayan las preferencias individuales.”

Enrique Javier Díez es profesor de la Universidad de León y miembro del Foro de Sevilla.

Agustín Moreno es profesor de Secundaria, activista de Marea Verde y miembro del Foro de Sevilla.