Acabé la carrera con muchas ganas de trabajar. Tenía la cabeza llena de ideas y no podía esperar a ponerlas en práctica. Pronto me llegó una oportunidad para trabajar en un colegio y esa misma noche ya estaba programando lo que iba a hacer durante el curso. Concreté los contenidos de la ley y los secuencié en unidades didácticas que pensaba que aportarían a los alumnos y alumnas los conocimientos y competencias necesarias para tener una vida plena en el futuro y que, además, les harían competitivos en el mundo laboral. Pensaba que los chicos y chicas de secundaria con los que trabajaría tenían mucha suerte de tener un profesor como yo, que se preocupaba por su futuro y no solo por los contenidos que marca el gobierno. Y además, tenían mucha suerte de tener un profesor joven que podía ponerse en su lugar y diseñar unidades didácticas novedosas.

Tardé en darme cuenta de que todo eso era una patraña. Ellos me fueron dando señales, aunque yo no fui capaz de interpretarlas hasta un tiempo después. Su respuesta ante sesiones novedosas solía ser positiva. A todos nos suele gustar ser sorprendidos. Pero en cuanto se acababa la sorpresa, mi trabajo consistía en convencer de lo bueno que era eso para ellos. A algunos alumnos no había que convencerles de nada, iban a trabajar fuera lo que fuera lo que tocaba ese día. Otros necesitaban una atención continua por mi parte y un ánimo constante de alguien externo para meterse en la tarea. Y otros no se movían con nada, tan solo la amenaza de castigo o de una mala nota podía hacerles reaccionar.

José era una alumno de este último grupo. Era ese tipo de alumnos de los que siempre se habla en las juntas de evaluación, de los que acumulan un castigo tras otro hasta ser expulsados, de los que están en el pasillo o en el despacho del jefe de estudios o el director más que en las aulas.

Hacía dos años que no lo veía cuando me lo encontré en la calle, lejos de donde vivía cuando le conocí. Estaba practicando parkour en un parque del centro de Madrid. Me quedé observándolo un tiempo antes de acercarme a saludarlo. Me pareció tan increíble lo que estaba haciendo… Cada truco, cada serie de movimientos que hacía recibía una ovación del resto de chicos que estaban allí. Algunos, mayores que él, le corregían pequeños detalles técnicos. A veces le grababan en vídeo para darle un feedback sobre lo que había hecho, y él asentía reconociendo el error y lo volvía a intentar. Ensayaba un movimiento una y otra vez hasta conseguirlo, a pesar de que en más de un intento caía y parecía hacerse daño. Otras veces, él hacía de maestro de los más pequeños. Y lo hacía con un cuidado y un nivel de detalle que habría dejado a sus profesores con la boca abierta (como me estaba dejando a mí).

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