Cuenta mi madre que cuando empecé a ir al colegio, a los cuatro años, no me gustaba y lloraba porque “era muy largo”. Era una jornada de 9 a 5h que en algunos casos se alargaba con los deberes escolares. De esa época recuerdo también que en los viajes familiares mis hermanos mayores jugaban a ponerme retos matemáticos a ver si era capaz de solucionarlos, era un juego divertido que para mi no tenía nada que ver con el cole.

Bastantes años después, como madre, me preocupaba que el colegio pudiera privar a mis hijos de tener cada día tiempo para el juego y, por qué no, para el aburrimiento. Alguna vez, cuando el tiempo se agotaba y era la hora de nuestro momento de contar o leer cuentos en la cama y veía el cansancio en su cara y los deberes por hacer, recuerdo haberles dicho: “dile mañana a la maestra que no has podido hacerlo”. No había horas fijas de deberes ni de estudio en casa, sino adultos que pasaban la tarde con ellos, a veces los padres, a veces amigas, que les acompañábamos y procurábamos disfrutar juntos.

Así, vimos como la casa se llenó de letras “libres” cuando vivimos el momento emocionante de aprender a leer y escribir. Era tal el deseo de mi hijo mayor por expresarse, que escribía sin cesar, con sus letras mayúsculas desgarbadas, infinitas notas de lectura imaginada. Conservo esos papeles de significado profundo como un tesoro, igual que las pequeñas pancartas que con caligrafía esmerada escribía el pequeño cuando quería reivindicar sus derechos en casa. Y recuerdo su alegría al recibir las notas y la reflexión sobre las diferencias entre unas personas y otras: “Me alegro, aunque no es muy justo, ¿has pensado que difícil es estudiar para tu amig@, que no tiene libros en casa?”, “Ya, pero no hace los deberes y la maestra le castiga a hacerlos a la hora del patio”. Una sombra enorme caía entonces, esa injusticia que consistía en dar peores resultados al que más dificultades tiene, en dejar sin patio al niño o niña que por falta de ayuda, estructura familiar u otros motivos, no hacía los deberes. La escuela puede tener otro papel, el de compensar desigualdades, fomentando un aprendizaje vinculado al entorno, que puede ayudar a las familias, la comunidad y el barrio a aprender junt@s.

Y luego llegó la realidad en el aula desde otra perspectiva, cuando llegué a ser profesora. Parece que tu asignatura no es importante si no pones muchos deberes. L@s profesores tendremos que reflexionar sobre el sentido de lo que pedimos: con frecuencia el trabajo consiste en responder preguntas y cuestiones que plantea el libro de texto, y el objetivo para el alumn@, la búsqueda de la frase mágica que responde a la pregunta en cuestión. En cambio, parece obvio que existen otro tipo de tareas, más necesarias, son las que nos muestran lo que no se encuentra entre las paredes de la escuela, las que nos mandan a investigar sobre personas y lugares; las que nos hacen observar las calles, las asociaciones, los ríos… y preguntarnos que hay detrás. Las que convierten a la comunidad y a la tierra en docentes. Tareas que vinculan el trabajo escolar con la vida: buscar un paisaje importante en tu vida para trabajar sobre él, o preguntar a la vecina agricultora sobre su trabajo, o revivir con tu madre tu propio embarazo-nacimiento y escribirlo para compartirlo en clase después, o buscar hojas de árboles cercanos para hacer un póster…

Claro, detrás de cada tarea, también hay un curriculum oculto: ¿queremos alumn@s que repiten conocimientos que han leído o escuchado o alumn@s curiosos, observadores y críticos, que cuestionan y tienen opinión propia? Los “deberes” escolares tradicionales, en general, enseñan a asumir que el otro (el profesor o el libro) posee la verdad, plantean el conocimiento como algo acabado y no en construcción, por ello nos llevan a ser sumisos, crédulos y obedientes.

Además, otra pregunta se nos plantea en torno al disfrute de aprender. Si cuando el aprendizaje conecta con cuestiones vitales, es placentero y al compartirlo aumenta el bienestar, ¿cómo consigue a veces la escuela revertir todo esto en “aburrimiento”?, ¿qué podemos hacer para evitarlo? Si no queremos que esto ocurra, hemos de plantearnos unir la escuela con nuestras vidas, para que se produzca de manera natural ese “compartir conocimiento” entre la comunidad, el entorno, la casa y la escuela. Entonces los deberes dejan de ser una “obligación”, y resulta que todas aprendemos, por ejemplo, sobre los egipcios cuando se desarrolla ese proyecto en clase, más tarde sobre el barrio, el río o el mar y cuantas más personas se involucren, más diversidad, más entusiasmo y más conocimiento compartido, cada uno a su ritmo y con la ayuda que necesite.

Parece un pensamiento bastante general que esto no pueda darse en Secundaria, cuando el alumno crece, y mucho menos en la Universidad. Afortunadamente pude vivir como alumna universitaria, en la pública, experiencias alternativas en los años 80. Varios profesores en la Universidad decidieron no hacer exámenes obligatorios: para aprobar bastaba con acudir a clase y a las excursiones –somos biólogos ambientales- y hacer trabajos sobre la excursión y sobre la zona de campo que cada uno tenía asignada en grupo y sobre la que había que investigar de manera práctica. Fue una de las épocas de mi vida en que más disfruté y aprendí. He tenido la inmensa suerte de comprobar que se puede aprender disfrutando, de ser profesora de la pública y ver que es posible abrir ventanas en las que aprender colectivamente y pasándolo bien, la suerte de ser madre y poder ver que l@s niñ@s juegan y ríen aprendiendo.

Por ello no creo en los deberes obligatorios sino en el “aprendizaje compartido en comunidad”, otra forma de ver los deberes que puede ayudar a transformar la escuela.

Pepa Gisbert Aguilar
Miembro de Ecologistas en Acción y la Red IRES

Fuente: http://laeducacionquenosune.org/