No fue hasta hace apenas un par de décadas cuando la dimensión emocional de la inteligencia humana comenzó a tomarse verdaderamente en serio. «Hasta entonces, los seres humanos nos definíamos como seres racionales». Begoña Ibarrola recuerda que fue en los años 90 cuando diversas teorías demostraron que «somos seres emocionales en primer lugar y después seres que pensamos». La psicóloga y escritora cuenta que «Salovey y Mayer definieron la inteligencia emocional en 1990 como un tipo de inteligencia social diferente a la cognitiva, con la habilidad de supervisar y entender las emociones propias así como las de los demás, discriminar entre ellas y utilizar esta información para guiar nuestro pensamiento y nuestras acciones».
Algunos años antes, Howard Gardner había descrito hasta nueve tipos de inteligencia distintas, entre ellas la interpersonal y la intrapersonal. La publicación en 1995 del libro de Daniel Goleman sobre la inteligencia emocional suponía el aldabonazo definitivo al concepto que comenzaría a popularizarse y extenderse en diversas áreas.
Pero el protagonismo casi exclusivo que la razón ha detentando a lo largo de todos estos siglos ha dejado poso en diversos ámbitos. El de la educación es uno de ellos. «El desarrollo de la dimensión emocional del ser humano no está suficientemente atendido en las aulas y ha dado casi todo el protagonismo al desarrollo de la dimensión cognitiva», explica Ibarrola.
Begoña Ibarrola reconoce que los avances científicos sobre el impacto de las emociones en la toma de decisiones, el aprendizaje, la conducta, la salud y la felicidad han provocado que el mundo educativo preste atención a estos temas. «Existen programas de educación emocional que se están aplicando en muchos lugares del mundo con éxito. También en nuestro país. En Canarias, por ejemplo, tienen ya una asignatura de Educación emocional y creatividad. En Castilla La Mancha se evalúa la competencia emocional de los alumnos desde hace años y muchos centros educativos forman a sus claustros para que la trabajen con los alumnos». Ella misma lleva más de 20 años impartiendo cursos sobre este tema y desarrollando programas para trabajar en todas las etapas educativas. Pero reconoce que en estos aspectos, el sistema educativo aún está en pañales: «Lo que falta es la integración curricular transversal en los centros. Aún queda mucho por hacer, como por ejemplo, que se tenga en cuenta en la formación de los futuros docentes para que luego ellos puedan desarrollar la competencia emocional en sus alumnos».
Pablo Poo es maestro de secundaria y está plenamente de acuerdo con Ibarrola en la falta de formación en el profesorado en estos aspectos. «Sobre todo si, como yo (que soy filólogo), no has pasado por la facultad de Educación y tus conocimientos pedagógicos se limitan al máster de formación para el profesorado (o el antiguo CAP)». Aunque no es la única causa de la falta de «formación empática» del modelo educativo actual: «Es necesario olvidarse de vez en cuando de los temas académicos para centrarse en el alumno como persona y futuro ciudadano. Y eso es algo que no se puede “impartir con libros”. Hace falta más espacio para el diálogo y el debate». Y, por supuesto, la implicación de las familias. «Aunque mi experiencia me ha demostrado que aquellas familias “más necesarias” son las que menos se ven por el instituto, sobre todo en los entornos rurales y en los urbanos más desfavorecidos», cuenta Poo.
La familia, añade Ibarrola, «es la primera escuela de educación emocional, pero muchas veces los padres no han recibido una educación adecuada sobre su mundo emocional y tienden a repetir los patrones. Educar las emociones en familia implica reconocer que somos seres emocionales antes que seres pensantes de modo que, desde antes de nacer, ya se pueden desarrollar vínculos emocionales que más tarde se reforzarán». Por fortuna, asegura, son cada vez más las asociaciones de padres y madres que, conscientes de esa necesidad, solicitan formación en este tema para poder ayudar a sus hijos, «y eso ya es un gran avance».
A Natalia Alonso, que desde hace años forma parte de un equipo de investigación que estudia el desarrollo de la inteligencia emocional en niños de Infantil y Primaria, le resulta paradójico que pese al creciente interés que también detecta en el entorno educativo por estos temas, la ley haya decidido tirar por el camino contrario: «En la LOMCE la inteligencia emocional está fuera del currículum».
Que determinadas asignaturas queden relegadas a un segundo (o incluso, inexistente) plano no es casual en este panorama, según María Acaso. «Hay que recordar que el anterior ministro de Educación, Ignacio Wert, llegó a decir que ese tipo de asignaturas relacionadas con la música, las artes, el cuerpo… distraen de lo importante». Para la responsable en innovación del estudio Rosan Bosch y experta en educación, todo parte de una concepción errónea de la escuela, que no prepara para la vida: «Se trata de una educación industrial que, en realidad no es educación sino entrenamiento. Se olvidan de lo esencial, de la educación en valores, la inteligencia emocional… para centrarse en contenidos desfasados. Porque ¿les servirán para algo las matemáticas a los niños en un futuro cuando probablemente aún no existan los trabajos a los que se dedicarán?».
Mar Torres también ve una relación muy estrecha entre la exclusión de la inteligencia emocional en las aulas con la obsoleta concepción de la escuela que aún sigue vigente. Por eso cita a Ewan McIntosh, fundador de NoTosh y experto en design thinking: «El colegio está para algo más que para contestar las preguntas “googleables”».
Fuente: yorokobu.es