Alberto tenía 15 años cuando aterrizó en el colegio. Era despierto y amable; casi tanto como vago. Sólo le motivaba el balón del recreo. Repitió un curso; luego, otro. Nadie en el claustro apostaba por él. De no ser por el empeño de un tutor intuitivo y entusiasta que le dio el empujoncito necesario, Alberto habría abandonado los estudios. Aprobó selectividad por los pelos y entró con calzador en Empresariales. Fue entonces cuando descubrió que tenía un olfato especial para los números, una especie de talento no desarrollado. Hoy Alberto trabaja en el mundo de las altas finanzas, como analista, y sonríe agradecido al decir que, aunque en la escuela fue «de los torpes», el entusiasmo de aquel tutor le dio las alas necesarias para creerse capaz.
Con docentes entusiastas, la educación no es mera instrucción. Son los profes que se saltan lo convencional y relativizan la norma. Personas entusiasmadas que entienden que la labor en el aula se hace desde una perspectiva humana. Han desterrado la clase magistral y saben que, a nuevos tiempos, nuevos procedimientos. Se forman, reflexionan, nutren los foros y asisten a congresos, están a la última y, sobre todo, tienen una sensibilidad para la docencia. Son empáticos, creativos y flexibles. Son kamikazes de la educación, profesionales que apuestan por el cambio y hacen lo que haga falta con tal de sacar adelante a su alumnado. No se suicidan como hacían los aviadores japoneses, pero sí se dejan la piel innovando para que sus alumnos aprendan.
Como Jorge, que trabaja en un colegio concertado de Bilbao con alumnos susceptibles de convertirse en fracaso escolar. Ha rescatado del desván de su colegio un viejo escenario de guiñoles con el que monta obras de teatro para convencerles de que la asignatura de Lengua no es hacer análisis sintácticos, sino una excusa para aprender a comunicarse. Redactan los guiones, ensayan los diálogos, aprenden de los autores consagrados… Con la profesora de Tecnología preparan los decorados; con la de Plástica, los carteles que anuncian sus obras; en complicidad con el de Música, ensayan lo que será la banda sonora. Tal vez ninguno llegue a ser dramaturgo o actor, pero ganan en autoestima, en seguridad, en capacidad para relacionarse y, sobre todo, no tiran años por la borda siendo los parias del sistema.
Kamikazes como Marta, que en la asignatura de Filosofía de su colegio religioso de Valencia, monta el chill out de Sócrates para los debates, retirando pupitres y extendiendo cojines por el suelo. Con esa simple acción de cambio de escenografía, en lugar de caer en el desorden y el alboroto, principal temor de la Dirección de su centro, ha hecho que su alumnado participe desde la libertad, el respeto y el espíritu crítico, sintiéndose cómodos y, de alguna manera, recompensados. Dice que «el momento-cojín» es su particular cruzada, convencida de que el trinomio silla-mesa-pizarra no puede seguir siendo la única plataforma para aprender.
O como Javier, entusiasta profesor de matemáticas en la concertada en Madrid, que ha organizado una olimpiada de números simplemente sacando éstos de la pizarra y llevándolos a situaciones reales de la adolescencia: les habla de las pistas de skate, donde encuentran parábolas, poliedros, paralelas y diagonales, dimensiones, volúmenes y trayectorias. O como Natalia, que desde su asignatura de Historia del Arte les provoca manteniendo un blog cooperativo que se llama Los diez hilos de Aracne, mediante el que han creado una comunidad de aprendizaje que se escapa de los muros físicos del colegio.
DESARROLLAR COMPETENCIAS
Lo que la sociedad de este siglo ofrece y demanda a los niños y jóvenes es diferente a lo que ofrecía y pedía hace un par de décadas. Todo evoluciona, no hay duda, y también la forma de aprender. Nuestros hijos no sólo pueden aprender de otra manera, sino que deben aprender de otra manera para adaptarse al mundo del siglo XXI. Acabarán empleados en puestos de trabajo que ahora ni siquiera sospechamos, donde van a necesitar cualidades distintas a las del pasado. Se acabó el modelo tradicional. El escenario es otro y, por lo tanto, también el guión.
Ya no se trata de enseñarles sino de que aprendan. Educar no es transmitir conocimientos ni adoctrinar, sino contribuir a que cada persona desarrolle sus competencias al máximo posible.
¿Y de qué hablamos cuando decimos competencias? Inteligencias y competencias podríamos concluir que son lo mismo; no lo son exactamente, pero sirve para entendernos. Hablamos, pues, de desarrollar todas las dimensiones de la persona, no sólo la cognitiva. Es decir, desarrollar todas las inteligencias y no sólo la académica. Es lo que defiende Howard Gardner, uno de los más prestigiosos estudiosos de este tema. Según él, la inteligencia no se concibe como una única inteligencia global, sino que existen distintos tipos de inteligencias.
Por lo tanto, un profesor lo que tiene que hacer es propiciar situaciones en las que esas distintas inteligencias se desarrollen al máximo. Se suele denominar «trabajo por competencias» y es el marco en el que ahora los colegios desarrollan su actividad. Proyecto educativo, espacios físicos, metodología y talante del profesorado caminan de la mano para que esas competencias sean el motor de la acción en el aula. Un ejemplo puntero es el barcelonés Colegio Montserrat, que bebe directamente de las teorías de Howard Gardner.
ACOMPAÑAR
En el instituto de secundaria Hjalmar Lundbohmddkolsn de Kiruna tienen el Círculo Polar Ártico tan próximo que las auroras boreales no se estudian porque son parte del paisaje. Las aulas cuentan con radiadores para calentar los guantes, y en los pasillos, junto a las taquillas, vemos armarios para la ropa de nieve. Un grupo de estudiantes dialoga en los sofás del fondo de la sala. Hay mesas, sí, pero dispuestas de cuatro en cuatro y no obligatoriamente mirando a la pizarra; también hay un pequeño escenario, una biblioteca y una alfombra. Es Suecia, es la Escuela nórdica, y obtienen resultados muy por encima de la media europea. Quizás no sólo por cómo conciben el aula, pero también.
En Suecia, como en Finlandia, además de clases flexibles y amables, hay otro factor que hace que su sistema sea admirado: priman desde muy pequeños el esfuerzo, el trabajo cooperativo y la responsabilidad. Un estudiante nórdico es, sobre todo, un estudiante autónomo.
Óscar, coordinador de Bachillerato en un centro salesiano, lo sabe bien. No es Suecia, no es Finlandia, pero entiende que, como allí, el esfuerzo, la generosidad y la responsabilidad son valores que no pueden improvisarse en la adolescencia. Por eso, cuando se dirige al claustro con entusiasmo para transmitir los excelentes resultados de selectividad, asegura que el éxito es un éxito de todo el centro, no sólo de los últimos cursos. El trabajo con el alumnado empieza en Educación Infantil, dice, pues es ahí donde comienza el acompañamiento y el desarrollo de las inteligencias.
Viajamos a Canadá. Llueve al otro lado de los cristales en el Cobequid Educational Centre, el High School de Truro, en la región de Nueva Escocia. Están en sus 20 minutos diarios de lectura, el reading-period, y no se oye ni una mosca. Cuando suene la música (sustitutiva del timbre), irán a las clases, donde, por encima de todo, se sentirán protagonistas de su propio desarrollo, pues cursarán las asignaturas que el sistema les hace elegir casi «a la carta» para fomentarles autonomía y responsabilidad. Canadá tiene claro que el trabajo por competencias es un camino de acompañamiento a fuego lento. Sea o no por ello, lo cierto es que es un país a la cabeza en resultados preuniversitarios.
El logro de los sistemas educativos nórdicos y canadiense, junto a los de Corea del Sur, Japón o Israel, es una combinación de varios factores. Por un lado, la idea de la Educación como un valor social, con leyes educativas que no dependen de los cambios de Gobierno. Por otro, el hecho de que los planes de estudios vayan dirigidos al desarrollo global de cada estudiante. Y todo eso, en manos de un profesorado cualificado y con prestigio social.
En España hay también muchos ejemplos de este nuevo enfoque. Me refiero no sólo a casos puntuales de profesores entusiastas, sino a los colegios que se lanzan hacia una nueva manera de entender el aprendizaje. Son todos los centros que apuestan por la educación integral del alumnado. Proyectos educativos como los inspirados en la pedagogía de Montessori o el Modelo Pentacidad demuestran que el paradigma está cambiando. Colegios como Meres, Lauaxeta o San Patricio son sólo botones de muestra. Referentes como César Bona o José Antonio Marina, con sus publicaciones, o reflexiones como la que se hace desde Fábrica de Valientes, evidencian, asimismo, que existen buenas prácticas, héroes del aula y ganas de cambiar las cosas.
APROBAR O APRENDER
Lo importante es aprender, pero aprender no es ir aprobando exámenes. Aprender es construir un conocimiento, unas habilidades y unas actitudes. Si aprenden, aprobarán, pero no siempre que se aprueba es porque han aprendido. Desgraciadamente, muchas veces se aprueba por simple memorística, olvidando lo estudiado para el examen en cuanto éste se ha realizado. De hecho, si preguntamos al alumno si prefiere aprobar o aprender, suele responder que prefiere aprobar. Sobre esto habla Carlos Magro, de la Asociación Educación Abierta. Además, podemos obtener una segunda lectura: el miedo no es miedo a suspender, sino a las consecuencias, y al «te voy a quitar del deporte», «estarás un mes sin salir» o, peor aún, miedo al «me has fallado». Es decir, no aprobar les convierte en víctimas de la nota pues, como sanción, se pierden aficiones, espacios de socialización o fuentes de autoestima.
Ricardo es un profe de la escuela pública que busca poner en valor al alumno, por lo que el mensaje es siempre el mismo: las calificaciones no tienen que condicionar las actividades fuera del horario escolar. Piensa que no se debe privar al niño de ocasiones de socialización, desarrollo, superación… Quitar a un alumno sus fuentes de esparcimiento o de aprendizaje porque ha suspendido es un error tan mayúsculo como pensar que lo que tiene que hacer es «estudiar más». Quizás lo que haya que conseguir es que «estudie mejor», así que no le apartemos de lo que le completa como persona, ya sea practicar un deporte o una afición. Ricardo, aunque a veces discrepa con los compañeros, irradia tal pasión cuando habla, que sus alumnos, además de avanzar en sus asignaturas, continúan adelante con su vida extraescolar.
Ana, tutora de Primaria en un colegio cooperativa de enseñanza, también lo tiene claro. Educar ya no es transmitir información para que luego la repitan en un examen; educar es acompañar para que sepan cómo usar esa información, convirtiéndola en conocimiento. Mediante la evaluación, no se trata de diagnosticar lo que no dominan sino de que ellos reconozcan sus fortalezas, sus debilidades y sepan buscar maneras de mejorar. Para lograrlo, Ana se basa en la autoevaluación como complemento de la evaluación tradicional; también, en la evaluación entre compañeros de clase. Lo hace desde la confianza en sus alumnos, porque está convencida de que dándoles esta oportunidad, aprenderán a conocerse a sí mismos y a tener criterio.
Lo que importa es la persona, no sus notas. De hecho, nadie quiere un hijo con matrícula pero infeliz. El día que comprendamos que lo importante es la globalidad, y no sólo el expediente académico, nos relajaremos frente a las vacas sagradas del sistema educativo: las calificaciones. Hasta ese día, los kamikazes seguirán apostando por la persona como medida de todas las cosas.
Fuente: www.elmundo.es