El tono único, el mono-tono, el tono que nunca cambia, es el sonido más escuchado en las aulas de docentes tradicionalistas y apagados. De aquellos y aquellas que han perdido no solo el sentido de su tarea como educadores, sino también han perdido el gusto por el cambio, por la aventura, por la emoción de lo nuevo. Que han perdido la sonrisa didáctica que es tan fundamental para crear relaciones que transformen la vida de docentes y discentes.
La monotonía en el ejercicio docente está constituida por la ausencia de cambios de ritmo, por la carencia de recursos que festejen el cambio y desafíen hacia la novedad. En esas aulas ni la curiosidad ni el asombro aparecen nunca. La voz predominante, la del docente, es una voz no solo imperativa, sino siempre cargada de la misma tonalidad, sin modificaciones en el pentagrama de sus expresiones.
La consecuencia fundamental de esto es un aburrimiento existencial, profundo, asqueante, que contamina el clima escolar y evita los auténticos y profundos aprendizajes. El aburrimiento representa la cara menos violenta, pero siempre violenta, de una visión, práctica y ejercicio de lo educativo que todavía no cree en el protagonismo, en la participación, en el inter-aprendizaje, en las dinámicas necesarias para que las jóvenes generaciones se aproximen a la comprensión del vasto océano de información en el que nadan. Y naufragan.
Pero en estos años de experiencia, dentro o fuera de aulas, en procesos educativos escolares o propios de la educación popular, he venido descubriendo que el aburrimiento no es solo consecuencia de carencias pedagógicas y didácticas. Es fundamentalmente una deficiencia ética, porque expresa una despreocupación por los demás. Cuando no hacemos el suficiente esfuerzo para que el aburrimiento no sea la marca de identidad de nuestras aulas o procesos, realmente no estamos tomando en cuenta las necesidades, intereses o la vida de quienes motivan nuestra pretensión de desarrollar un proceso de educación transformadora. Quizá porque no interesa transformar nada (ni valores, ni actitudes, ni visiones del mundo), es que tampoco interesa enfrentar el aburrimiento de los otros.
Además de esta consideración ética, el aburrimiento es también un recurso político, porque en medio de la realización formal e institucional de las acciones educativas (esas que acreditan, que otorgan certificaciones), no se contribuye a desarrollar pensamiento crítico ni pensamiento creativo, ni emoción por aprender, ni participación o construcción colectiva del aprendizaje. En otras palabras, cuando todo se reduce a una palabra docente monótona, o a la realización de actividades que no son desafiantes, va pasando el tiempo, se van logrando los avances escolares, pero se sigue ejercitando una educación que no transforma, que no crea ciudadanía, que no afecta los cimientos de los poderes. Si el discurso es de derechas, no importa; si es de izquierdas, tampoco. El aburrimiento mata la capacidad comprensiva y movilizadora, independientemente del contenido.
Por el contrario, una educación que inquieta, que mueve, que genera curiosidades, que emociona, que moviliza hacia la comprensión y transformación del mundo, que desde la alegría causa el asombro, pero también la indignación, esa educación es peligrosa para unas estructuras que se mantienen desde la dominación ideológica y cultural. Tampoco se trata de tomar el disfraz y payasear todo el tiempo, ni de vivir a tope momentos de reflexión, lectura y estudio, que no tienen por qué ser dinámicos. Se trata de hacer esfuerzos para crear nuevos modos de aprender, de abandonar lo fijo, de interconectar procedimientos, de buscar maneras agradables para el aprendizaje. Con las posibilidades telemáticas de hoy, tenemos recursos para la hipertextualidad didáctica que nos permita, además, profundizar y crear conocimiento. Se trata de que la alegría, que nace desde el interior, se convierta en el proyecto y método de educación con el que vamos a nuestro encuentro con los demás.