Hace unas semanas una alumna de 1º de bachillerato me preguntó por qué en el instituto no se hablaba de política. “¿No se habla de política?”, repliqué. “No”, insistió ella. “¿Y lo echas de menos, lo echáis de menos?”. “Claro -repuso-. Varios amigos míos de 2º de bachillerato van a votar ya este año y dicen que no saben a quién votar”. “¿Y de qué os gustaría que habláramos, de qué manera?”. “Pues no que nos coman la cabeza con eso de los partidos y que intenten convencernos de votar a uno o a otro, sino que nos expliquen, por ejemplo, qué diferencia hay entre derecha e izquierda”.
Confieso que el asunto me dejó preocupada. Intuía que en nuestro afán por no ser invasivos a menudo nos quedábamos a las puertas de lo que ellos reclamaban. ¿Miedo? ¿Prudencia? ¿Irresponsabilidad? ¿Ceguera? Me venían a la cabeza simultáneamente dos imágenes: de un lado, la perplejidad y el desconcierto de estos chicos y chicas en un colegio electoral cogiendo una papeleta casi a ciegas; de otro, las infinitas horas invertidas por esos mismos estudiantes a lo largo del curso en aprendizajes absolutamente desconectados de su formación personal y ciudadana. Podremos aducir que claro que en tal y cual asignatura sí se ve esto o lo otro. Pero su percepción, y esa es irrefutable, es que salen del bachillerato -¡del bachillerato!- sin los conocimientos necesarios para votar de manera crítica y autónoma.
Lo diré de otra manera: es verdad que en muchos centros públicos -no me atrevo a hablar por los privados- sí se abordan cuestiones “políticas” a lo largo de la educación secundaria: derechos humanos y sociales, sostenibilidad medioambiental, etc. Pero la percepción que tienen nuestros estudiantes es que, en términos generales, la política -la de andar por casa, la de todos los días- se queda extramuros de la escuela. Recuerdo haber trasladado la pregunta de mi alumna Mihaela al resto de mis grupos y la respuesta era coincidente: mis estudiantes quieren saber más de política; tener criterio propio; poder opinar de las noticias que oyen en la radio. Les hablé yo abiertamente de mis dudas -y de la difícil frontera a veces- entre la responsabilidad de educar en un suelo ideológico irrenunciable, el de los derechos humanos, y la irresponsabilidad de prevalernos de una situación de poder para ir más allá de donde deberíamos y atentar contra su libertad de conciencia. En varias ocasiones a lo largo del curso -a propósito de las convocatorias de diferentes huelgas, por ejemplo- hemos hablado de cómo y de qué manera -en qué espacios, en qué términos, en qué tono- debe entrar la política en la escuela, y no puedo sino admirarme del grado de sensatez del alumnado: saben diferenciar perfectamente lo que es un abuso de poder de lo que es un acompañamiento respetuoso en su formación personal. Somos quizá nosotros, los docentes, quienes no siempre lo tenemos tan claro.
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