Por: Olga Montón.
Miembro de la ELP y de la AMP.
Responsable del Grupo de Investigación Psicoanálisis y Educación, asociado al NUCEP. Madrid.
-“Tía, dime algo, tengo miedo porque está muy oscuro”.
Y la tía le dice: “¿De qué te servirá, si no puedes verme?”
Y el niño le responde: “Esto no importa, hay más luz cuando alguien habla”.
S. Freud. “Tres ensayos de teoría sexual” (1905)
Una escena. Paseo por el parque. Unos padres, sentados, callados, de brazos cruzados, dejan llorar desesperadamente a su bebé en la silla de paseo. Un grito, más que un lloro, en soledad. El bebe grita su desamparo en la existencia parlante, sexuada y mortal. El sujeto viene al mundo desamparado y necesita del otro con su palabra y su cuidado. El lactante depende de otra persona para satisfacer sus necesidades, se halla sin recursos para poner fin a esa tensión interna que dejará unas marcas indelebles. Pero esto es para todos. Lo que es distinto es la respuesta que el Otro da a ese llanto. El Otro está del lado del capricho para el bebé. El bebé no sabe qué respuesta tendrá, no sabe que esperar del Otro. Vemos en la escena del parque la interpretación que los padres hacen de esa llamada, como si ese grito fuera siempre de la necesidad. Los padres confrontados al lloro hacen lo que algunos profesionales mal orientados les aconsejan: “déjelos llorar, si la necesidad está satisfecha (comida, limpieza, sueño), ya se le pasará”.
Esta dependencia implica un desamparo existencial que marcará la vida y genera una angustia que no tiene representación. Freud asocia la angustia a la espera, ya sea la espera pasiva sin expectativa, ya sea la espera de un acontecimiento, la espera de algo.
Cada vez que el bebé llora no siempre es necesidad de comida. Sobre todo es necesidad de amor, de amor transmitido con la palabra. Que te hablen es un signo de amor, de reconocimiento de tu existencia.
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