Supongo que era inevitable. Pero esperaba que no pasara. Mi hijo de 9 años ya es profundamente consciente de que la mayor parte de la sociedad piensa que es inapropiado que un niño lleve las estereotípicas «cosas de chica». Aunque en cuarto de primaria tomó una decisión valiente y lleva al colegio una mochila acorde con su personalidad -una explosión de arcoíris, purpurina, gatitos, corazones y cupcakes-, sus compañeros le excluyen. Prácticamente de la noche a la mañana, ha aprendido la amarga realidad sobre los estereotipos de género. En nuestra casa, no tenemos «juguetes de chicos» o «juguetes de chicas». En nuestra familia de cinco miembros entendemos que solo tenemos «juguetes» y que todo el mundo puede jugar con ellos.

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Mi hijo no es -ni actúa- como la mayoría de los niños de su edad. Con 9 años, ya se identifica como «creativo con respecto al género». Esto significa que no quiere cambiar su anatomía, ni ser una chica; simplemente prefiere todos los productos pensados para que los compren las chicas (como la ropa, los pijamas, los zapatos, los juguetes, los videojuegos, las películas, los elementos de decoración, los disfraces y los accesorios, por ejemplo), y también prefiere rodearse de chicas.

Aunque tenemos suerte de que la mayor parte de la gente del colegio de mi hijo es bastante guay y ha recibido varios cumplidos por su mochila «de chica» y sus accesorios con purpurina, también ha sido excluido. Ha sido objeto de palabras poco amables, miradas de asco y conjeturas y le han dado la espalda. Y no solo por la mochila, sino por lo que representa: la persona de mi hijo. Es por las pequeñas cosas: por la forma en la que da un respingo cuando pasa volando un bicho cerca de él, por cómo chilla de alegría con voz aguda, como si hubiera salido de La chica del valle, por la manera maternal que tiene de preocuparse por los demás, por llevar pantalones cortos y calcetines de rayas de colores hasta la rodilla. Es algo que lleva en el ADN y le hace ser único.

El mes pasado le dijeron la frase por primera vez. A la hora de la comida, otro niño de cuarto de primaria se acercó a mi hijo en el comedor, se inclinó hacia él y le soltó: «Eres gay». Mi hijo no respondió. Se quedó en shock y no supo qué decir. Y yo hice lo único que sabía hacer: le cogí, le escuché y le dije que, en primer lugar, ser gay no tiene nada de malo; en segundo lugar, que las palabras de los demás no te definen; y, en tercer lugar, que siguiera hablando conmigo porque siempre le iba a apoyar. Hicimos una tormenta de ideas para ver si se nos ocurría qué decir si alguien volvía a decirle eso, pero siempre es más fácil planear que actuar en el momento.

Mi hijo sabe que la palabra «gay» no significa «estúpido», aunque muchos niños tiendan a intercambiar ambos términos.

Me he preparado apresuradamente para este día, lo admito; el día en el que alguien cruzaría la línea y pasaría del «eres raro» a «eres gay». El día en que alguien asociaría las tendencias afeminadas de mi hijo con la homosexualidad, cuando la sexualidad aún no está ni siquiera en su radar. El día en el que alguien utilizaría la palabra «gay» como la calumnia masculina definitiva: como medio de intimidación, como un intento de emascular, humillar y aplastar a otro ser humano que no se conforma con los estereotipos de género; como forma de comunicar el asco absoluto y la intolerancia total.

Esto me cabrea a muchos niveles, pero principalmente porque mi hijo sabe que la palabra «gay» no significa «estúpido», aunque muchos niños tiendan a intercambiar ambos términos. Él sabe lo que significa la palabra «gay» gracias a los maravillosos amigos de la comunidad LGBTI que tenemos. Sabe lo que significa realmente ser gay. Conoce la historia de las dificultades que tuvo que pasar uno de nuestros amigos cuando tenía su edad. Ha oído historias de clases de gimnasia que acababan en un vestuario que, cuando se cerraba la puerta, se convertía en El señor de las moscas: los niños robustos y atléticos se enfrentan a los escuálidos, a los empollones y, especialmente, a los afeminados. Conoce la historia de otro amigo que salió del armario en el instituto, en los ochenta, cuando el amenazador sida alimentaba la paranoia ignorante de nuestro país y a los gais adolescentes se les echaba de casa. Sabe lo mal que han tratado a estos amigos, cómo han abusado de ellos verbal y psicológicamente sus familias o sus compañeros del colegio y, a veces, ambos.

Y ahora sabe de la masacre que tuvo lugar en Orlando. En el pub Pulse: un santuario y un lugar seguro para la comunidad LGBTI, ubicado en el centro de Florida. Orlando: la ciudad de Disney World y de los sueños, «el lugar más feliz de la Tierra». Ahora Orlando es famoso por haber sido el escenario del peor tiroteo masivo y del peor crimen de odio contra la comunidad LGBTI de los últimos años de Estados Unidos.

Mi hijo sabe que nuestra familia es liberal y que no compartimos los puntos de vista desfasados y llenos de prejuicios de otra gente con respecto a la comunidad LGBTI. Sabe que, cuando descubra su sexualidad, la única exigencia de nuestra familia será que sea feliz y que le traten bien. Sabe que somos aliados de la comunidad LGBTI. Lo sabe, pero, por desgracia, no basta con saberlo.

En mi ingenuidad, pensé que si le queríamos lo suficiente y le demostrábamos lo tolerantes que éramos bastaría. Pero me estoy dando cuenta de que no. Porque no importa lo que le digamos su padre y yo, no importa que su hermana y su hermano mayor le digan «luego todo mejora». Porque vive en un mundo de políticos, de fanáticos religiosos de todas las denominaciones, de adultos y de medios de comunicación que se encargan de mandarle el mensaje de que, como persona de género no conforme, no está a salvo.

    La mayoría de nosotros no nos damos cuenta de los sutiles actos discriminatorios.

Ahora, por un par de palabras poco medidas que con toda seguridad le repetirán, mi hijo se verá obligado a preguntarse si es gay, porque ahora hay niños que se lo dicen en voz alta. Aunque todavía no sabe lo que es una profecía autorrealizable, le he visto confusión y ansiedad en la cara en este curso como nunca antes. Por supuesto, la adolescencia y la pubertad están a la vuelta de la esquina. Sin embargo, cuando llegue a los turbulentos años de la adolescencia (que ya son bastante duros para cualquiera), mi hijo tendrá que cargar con la preocupación adicional de preguntarse «¿soy gay?». Sabe que a nuestra familia no le importa y que seguiremos queriéndole y apoyándole pase lo que pase. Pero me estoy dando cuenta de que el hecho de que no tengamos ningún problema con ello no significa que vaya a ser fácil -ya sea gay, bisexual, transexual o asexual-, si es cualquier otra cosa que difiera de cisgénero y heterosexual, no está a salvo; puede ser objeto de discriminación legal o de delitos de odio. Incluso puede ser objeto de la sutil (pero repetitiva y tediosa) discriminación cotidiana. La mayoría de nosotros no nos damos cuenta de los sutiles actos discriminatorios. Pero cuando ves que es tu hijo el que los sufre resulta extremadamente doloroso, porque descubres que la gente no sabe que los está cometiendo. Todo es cuestión de suposiciones, y todos sabemos lo que pasa cuando hacemos suposiciones.

A los insultos hay que añadirles la violencia física, justo cuando pensábamos que la sociedad había progresado considerablemente hacia la aceptación de la comunidad LGBTI, hemos retrocedido unos 40 años. Hace unos meses, Carolina del Norte promulgó la ley más anti LGBTI de la historia de Estados Unidos. Estoy haciendo todo lo posible para luchar contra ella, desde hablar y escribir a mis representantes políticos hasta crear un grupo de juego tolerante con las distintas identidades de género y de apoyo a los padres en el vecindario este verano. Pero solo soy una persona y siento impotencia ante tanto poder conservador. Los conservadores no se van a mover y no son capaces de ver la evidente (y aun así sutil) discriminación que sufren los miembros de la comunidad LGBTI cada día.

¿Cómo es la discriminación sutil? El año pasado, en la tómbola anual que organiza la Asociación de Padres de Alumnos del colegio de mi hijo, él y yo estábamos echándole un vistazo a las cestas disponibles. Mi hijo se paró a ver una: la de American Girl Doll Basket, que incluía una muñeca rubia de ojos azules de la marca American Girl Doll, dos conjuntos y una cama blanca con dosel llena de volantes. Se le quedó la boca abierta mientras la miraba con admiración porque no tenía ni idea de que existía esa colección (llevo meses escondiendo y reciclando los catálogos en los que aparece porque sé que mi hijo querría una y no puedo justificar la compra de una muñeca tan cara). Pero ahí estaba, reluciente.

    Desde el primer día que llevó al colegio su mochila brillante «de niña», varios niños le miran raro.

Mi hijo le acarició el pelo a la muñeca y dijo: «Qué guapa es, ojalá tuviera una y pudiera peinarla». Poco después, se nos acercó una mujer y, al ver que estábamos mirando a la muñeca, sonrió y dijo: «Esta muñeca hará muy feliz a alguna niña». Se alejó y no se enteró de lo que murmuró mi hijo: «O a algún niño…». Fue un comentario inocente por parte de una persona con buenas intenciones, pero aun así era destructivo. Hasta ese momento, mi hijo no tenía ni idea de que la mayoría de la gente cree que solo a las niñas les pueden gustar las muñecas.

De manera similar, desde el primer día que llevó al colegio su mochila brillante «de niña», varios niños le miran raro. También varios adultos. De hecho, un hombre se nos acercó de camino al colegio y, para intentar entablar una conversación, nos dijo: «Veo que llevas la mochila vieja de tu hermana», riéndose por lo inteligente que era su chiste. Mi hijo bajó la mirada, avergonzado y sin reírse, mientras yo le contestaba al hombre: «En realidad la ha elegido mi hijo». Fue un momento incómodo y nos olvidamos, pero después de 18 o 20 comentarios así, día tras día, mi hijo podría haber decidido meter la mochila en el armario. Podría haber cogido su antigua mochila (de un neutral azul pastel que no eligió él) y haber sufrido mucho menos al ir al colegio cada día porque sería un niño como todos los demás.

Pero fue valiente y decidió no hacerlo. Cada día veo cómo mi hijo de 9 años se pone una «mochila de niña», la lleva como si fuera una armadura y demuestra una actitud de «lo siento, pero no lo siento» ante todos los que se atreven a juzgar. Día tras día, su valentía y su resistencia hacen que sienta que algo he hecho bien.

Me gustaría que las cosas no fueran así, pero tengo que darme cuenta de que, por mucho que quiera, no puedo protegerle de que le acusen de ser gay. No puedo hacer nada para evitar que los niños le ignoren, se metan con él o le digan «no puedes jugar con nosotros». No puedo evitar las miradas de asombro. No puedo evitar los prejuicios. No puedo garantizarle la dignidad. Como padre, es desgarrador saber que tu hijo tiene que ser valiente para poder ser él mismo. No puedo parar la discriminación sutil que hace que se desmorone poco a poco. Ni siquiera puedo ofrecerle protección legal ante esa discriminación. A pesar de todo esto, a pesar de los riesgos que corre al ser él mismo, yo no cambiaría nada. Es la clase de ser humano que me gustaría tener como hijo.

Fuente: huffingtonpost.es