Cuando vas a tener un bebé, familiares y amigos te avisan de lo mucho que se va a complicar tu vida, del mucho tiempo que el bebé requerirá de ti, de las noches sin dormir, los pañales, los biberones, los cólicos del lactante… Algunos te avisan de que la paternidad o maternidad es una carrera de fondo y que nunca jamás tu vida será como antes, que ya no vais a ser 2, sino 3 o 4, con todas las consecuencias. Se aventuran a predecir una adolescencia difícil, complicada, casi imposible; pero a mí al menos nadie me dijo que lo peor de todo no iba a ser nada de todo eso. Lo que más tiempo me ha robado, lo que más fines de semana me ha fastidiado, más tardes me ha estresado, lo que ha jorobado más nuestras vacaciones, y lo que de verdad hace imposible planear un fin de semana fuera con otros amigos con todos los niños en una casa rural no son los bebés; los bebés son unos santos. Lo que se ha instalado en nuestras vidas y ha hecho que no seamos ya 2, ni 3, ni 4, ni 5 sino cerca de 20 son los deberes. Llegan sigilosamente, se sufren en silencio, y se quedan en tu vida en forma de una pesadísima mochila que no puedes dejar de cargar mientras tus hijos están en edad escolar.
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