El colegio público Juan XXIII ocupa un edificio enorme en mitad del barrio de San Juan, uno de los más humildes de Mérida. El jueves, en el recreo, solo un puñado de alumnos ocupa el patio, que incluye una pista de baloncesto y otra de fútbol. Construido en 1985 con capacidad para más de 400 estudiantes, hoy solo están matriculados allí 39, repartidos entre todos los cursos de infantil y primaria. Esa es la parte que nadie discute; a partir de ahí, sin embargo, parece que la Consejería de Educación de Extremadura y los padres del centro estuvieran hablando de colegios distintos. La Administración describe una especie de gueto que hay que cerrar (ha decidido hacerlo al final de curso) porque, con altas tasas de absentismo y repetidores, no garantiza la “igualdad de oportunidades ni la inclusión” de los pocos chicos, todos “especialmente vulnerables”, que se concentran allí. Ana León, empleada pública, madre de una niña con altas capacidades, y Mari Carmen Muñoz, auxiliar de enfermería, madre de un chico con discapacidad intelectual, defienden que, muy al contrario, se trata del único colegio que ha sabido garantizarles una buena educación. Explican que el compromiso de los profesores y, precisamente, lo exiguo del alumnado lo convierten en un “laboratorio de buenas prácticas” que merece la pena conservar, igual que se mantienen abiertos centros rurales con muy pocos estudiantes para no matar a los pueblos.
Pero las cuentas no salen —el centro “está funcionando al 8,7% de su capacidad”, dice una portavoz de la consejería— y la decisión —”necesaria y responsable”, aunque también “dolorosa y de último recurso”, continúa— ya está tomada. La directora del colegio, Cecilia Chamorro, admite con dolor que “quizás es ya tarde”, aunque probablemente “se podrían haber intentado muchas cosas antes”. El Juan XXIII lleva más de 20 años desangrándose, poco a poco, con esa imagen de puertas adentro y la otra, infinitamente peor y más poderosa, hacia fuera, perdiendo alumnos por el descenso de la natalidad y la competencia de dos colegios concertados que hay, a 350 y 800 metros, en los dos extremos del barrio.
A Chamorro le duele profundamente que la idea que quede sea que ella y sus compañeros no están ofreciendo “la educación que se merece y debe tener cada niño”. “Me siento orgullosa del trabajo que hemos hecho”, dice. Pero tampoco quiere cargar contra los concertados, como algunos padres, sindicatos y defensores de la pública en general, que creen que la Administración debería quitarles las subvenciones antes de cerrar el centro. “Como dijo la delegada de Educación [del Ayuntamiento de Mérida, Susana Fajardo], al final, el colegio está en este punto porque las familias no lo han elegido”, reconoce. De nada sirve echarles ahora la culpa a esas familias o a los centros concertados; lo importante es preguntarse por qué ha pasado: “Todos, absolutamente todos tenemos que tomarnos el cierre de un colegio público como un fracaso. Hemos fracasado y tenemos que aprender de ello”.