Casi todo el mundo coincide en el diagnóstico: tanto meneo legislativo no es bueno para la estabilidad del sistema educativo. No es de recibo que cada nuevo gobierno se saque de la chistera una nueva reforma educativa. Las divergencias surgen a la hora de plantear de qué se habla, qué asuntos se dirimen, cómo se organiza el debate, qué voces son escuchadas y cuál es el alcance político e ideológico del acuerdo.
Vayamos por partes. Hoy por hoy sí es necesaria una ley de amplio consenso democrático, pues huelga recordar que la LOMCE fue aprobada en el Parlamento con los únicos votos del Partido Popular, y en los centros y en la calle fue mayoritariamente contestada por la comunidad educativa. Por tanto, los parches y operaciones de maquillaje no harán otra cosa que prolongar el descontento y aparcar sine die algunas de las viejas cuestiones pendientes o de otras nuevas que están emergiendo. Tampoco las prisas son buenas compañeras para alcanzar acuerdos de amplio apoyo que permitan encarar una agenda con retos de enorme calado.
Así, para entender cuál es la salud de nuestro sistema educativo hay que reunir datos, indicadores, evidencias y argumentos más allá de PISA. Para extender el derecho a la educación de calidad para todas y todos se requiere un sólido acompañamiento financiero; para avanzar hacia la equidad y la inclusión escolar conviene ver de qué forma se protege y consolida la educación pública; para garantizar la laicidad o simplemente la aconfesionalidad cabe revisar los acuerdos del Gobierno con el Vaticano; para combatir el fracaso escolar se precisan otras fórmulas sustitutivas al fracaso de la repetición de curso; para decidir qué conocimientos relentes conviene enseñar hay que superar la caduca parcelación del saber; para dinamizar la democracia en la escuela se impone el fortalecimiento de los consejos escolares y otros espacios de participación; para decidir un nuevo modelo de selección y formación del profesorado las universidades tienen que ponerse las pilas; para que el tratamiento de temas tan polémicos como los deberes o el horario escolar vayan a sus raíces conviene repensar la función de la escuela y plantear la educación a tiempo completo en los distintos escenarios de aprendizaje y socialización. Y, por último, merecen respetarse y revisarse los ámbitos competenciales autonómico, municipal y de centro, porque el exceso de centralismo y burocracia entorpecen la innovación y transformación escolar. Los tiempos están cambiando y la legalidad ha de adaptarse a ellos y no al revés, como sucede con demasiada frecuencia. También esto sirve para la Constitución, muy desfasada ya en algunos puntos. Vaya, que las reformas escolares deben dar paso a las reformas educativas, cada día más afectadas por lo que sucede fuera del recinto escolar.
Vayamos a la segunda parte, la que atañe a cómo se concibe el debate y quiénes lo protagonizan. Aunque sea tirar del tópico, es bueno insistir en ello: la educación es demasiado importante para dejarla solo en manos de los políticos -más cuando se pretende emprender una reforma educativa de tal magnitud-, restringiéndola a la creación de una subcomisión de educación; o bien para delegarla a la dictadura digital de los expertos mediáticos -disfrazados de técnicos neutrales- que se limitan a recabar opiniones y que, sin mediar debate alguno, seleccionan las que más les convienen para encajarlas en su particular relato. Aparentemente, estos procedimientos resultan más sencillos, ágiles y eficaces. Pero las apariencias engañan. porque las cosas en educación son extraordinariamente complejas; y porque en los últimos años se está enriqueciendo el tejido social mediante una amplia red de colectivos, plataformas y movimientos plurales que piden ser escuchados: en sus críticas y propuestas pero también con sus experiencias y protestas.
La desafección respecto a la política, con manifestaciones tan emblemáticas como el 15-M, cuya sombra es muy alargada, ponen de relieve que la democracia formal, como expresión de la representación política, ha de conjugarse con la democracia participativa para vehicular un debate público intenso, sostenido y con luz y taquígrafos, con la más alta implicación de todos los actores sociales y educativos: profesorado y alumnado de los diversos niveles; profesionales de la orientación, de la educación social y de otros ámbitos de intervención, personal no docente; madres, padres y otros familiares; técnicos municipales, de entidades y ONG; sindicatos, colectivos de renovación pedagógica, plataformas, mareas y movimientos sociales.
Esta vía, que apela a la multiplicación de los agentes y espacios de debate, con ritmos más pausados, es más compleja y ambiciosa pero también más poderosa para conformar una opinión pública bien informada y para asentar políticas educativas sólidas y duraderas. La otra vía, la de los atajos y urgencias, hegemonizada por el rodillo parlamentario, es tristemente conocida por su fragilidad y por la falta de complicidad de los actores implicados. ¡Cuántas reformas cocidas desde arriba han fracasado, o se han quedado a mitad de camino por la falta de entusiasmo e implicación o por el simple desconocimiento de quienes tenían que aplicarla!
Y vayamos a la tercera parte: no puede ignorarse el alcance político e ideológico del pacto educativo en nombre de la falaz coartada de la neutralidad. A ella recurren a menudo los tecnócratas de turno que, situándose por encima del bien y del mal, tratan de buscar en ella la milagrosa tabla de salvación. O también suelen utilizarla los gobiernos y los poderes fácticos para vender el discurso conservador y neoliberal dominante como pensamiento único, como si fuera lo normal y de sentido común.
Veamos un ejemplo reciente de hasta dónde alcanza la manipulación del lenguaje. Este verano, el portavoz de la Conferencia Episcopal, José María Gil Tamayo, tras reunirse con el entonces ministro de Educación en funciones Iñigo Méndez de Vigo, para asentar su posición en el pacto educativo y garantizar que la Religión siguiera plenamente integrada en el currículum, evaluable y computable a todos los efectos, lo justificó con estas palabras: “Tenemos que dejar añejas posiciones: la educación tiene que ser un campo neutro, formamos para la realidad, no para las entelequias. dejemos la rémora trasnochada”. Un botón de muestra clarividente de quien ostenta el gobierno de 2.600 centros católicos.
¡Cómo no va a ser ideológica la educación! ¿Acaso las personas y las colectividades carecen de ideas? La ideología está explícita o implícita, con distintos grados de desarrollo, en cualquier diagnóstico o análisis de la realidad y en la formulación de cualquier pensamiento y práctica educativa. Y una de las misiones de la escuela pública es velar por el pluralismo ideológico, por el estudio y difusión de los diversos referentes intelectuales, filosóficos y políticos. Otra cosa bien distinta y que, por supuesto hay que evitar y combatir, es el adoctrinamiento ideológico, los dogmatismos, sectarismos y fundamentalismos.
La escuela que trata de sustraerse de la ideología entra en un mundo artificial y de ensueño. De igual modo hay que reivindicar la grandeza y nobleza de la política en mayúscula: aquélla que se distingue de la mera pelea partidista; que defiende su autonomía frente al creciente dominio globalizado de la tecnología y del poder económico y financiero; que la entiende como paideia y pedagogía para el compromiso con los asuntos públicos y comunes; que vela por el cumplimiento de los derechos Humanos y de la Inancia; y que empodera a la ciudadanía intelectual y éticamente.
El debate en torno a una futura ley, dentro de este contexto políticoideológico, puede representar una oportunidad inmejorable para abrir un debate social, para clarificar puntos de vista, para contrastar diversos modelos educativos y para dilucidar puntos de encuentro y de desencuentro, atendiendo prioritariamente a las decisiones mayoritarias pero sin arrasar a las minoritarias. Y por supuesto, para ver hasta dónde alcanza el necesario acuerdo político y social. Pero no es preciso aguardar a la gestación y aplicación de una nueva reforma para tomar algunas medidas urgentes contra la pobreza infantil y la exclusión socioeducativa, y para revertir los recortes que afectan sensiblemente a la calidad de la enseñanza y al alumnado más vulnerable. Pongamos que hablamos de aumentar el gasto en educación mediante un presupuesto extraordinario. Para ello no habría que obedecer el dictado de Bruselas sino al que impone la realidad.