Gestionar las emociones, las tuyas y las del otro. Sacar las conversaciones importantes. Poner sobre la mesa los temas de los que hay que hablar, también los incómodos. Tomar decisiones, a veces pequeñas, otras grandes, sobre qué hacer para estar mejor, en pareja pero también para mejorar el ambiente familiar o en el grupo de amigos. Decir en voz alta que algo va mal. Recordarle a tu pareja, incluso, la fecha del cumpleaños de su madre y quizá encargarte del regalo. Pensar el plan para el fin de semana y sacar tiempo para los dos. Todas estas tareas, invisibles y escurridizas pero cansadas hasta el punto de agotar, son el trabajo emocional con el que mayoritariamente cargan las mujeres y que engordan su mochila de carga mental. Lo hacemos en nombre del amor o del cuidado, del bienestar propio y del de los demás. Y, cómo no, tiene la marca del patriarcado.

Fue  la socióloga Arlie Rusell Hochschild la que acuñó el término en los años 80, aunque aplicado al mundo del trabajo. De manera más o menos informal el concepto se ha ampliado para acercarlo a las relaciones personales y el género. La docente de la Universitat Oberta de Catalunya Ana Vicente Olmo utilizó el trabajo emocional en su investigación sobre relaciones de pareja en jóvenes. «Me pareció un concepto que podía dar respuesta a algunas de las cosas que me encontraba en las entrevistas que realizaba a chicos y chicas heterosexuales para mi tesis. Era bastante frecuente que las chicas hablaran de ciertos aspectos de la relación con cierta frustración y tirando del hilo vi que el trabajo emocional podía explicar esas sensaciones», apunta.

Un concepto, en este caso trabajo emocional, permite nombrar ciertas dinámicas internas de las relaciones que quedan invisibilizadas. «Ante la falta de que tu compañero se responsabilice o actúe, las mujeres responden con gran frustración, también enfado», prosigue Olmo. No obstante, las mujeres lo viven con ambivalencia: con un término apenas conocido cuesta encontrar legitimidad para esos enfados y demandas. «Nos es difícil justificar por qué nos enfadamos o qué es lo que esperamos concretamente». El resultado es que la frustración se vuelve incluso contra nosotras: nos sentimos pesadas, intensas o egoístas por expresar un problema que existe pero que no se ve. Por eso, Ana Vicente Olmo cree que acuñar y difundir conceptos puede ayudar a «dar legitimidad» a lo que sucede y a nuestra necesidad de pedir y reclamar.

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