Aunque muchos piensen que hay escuela desde que hay historia, la institución es reciente, producto y productora a la vez de la modernidad. Antes fue una excepción: para las clases acomodadas de las ciudades en un mundo rural y para las elites burocráticas y hierocráticas en un mundo de trabajo manual. Sólo con la modernidad, es decir, con la reforma protestante, el Estado-nación, la fábrica, el mercado, la urbanización, la codificación… llega la necesidad y la oportunidad de la escuela.
    Se puede buscar tantos antecedentes y precedentes como se quiera, pero, si hay que datar el despegue de la escuela de masas, parece razonable fijarse en el surgimiento de la common school impulsada por Horace Mann (inspirado por Prusia) en Massachusetts, pronto generalizada a la Unión (y que inspirará a su vez a Giner de los Ríos, entre otros) y en la école unique francesa, promovida por Ferry, Buisson y Durkheim; es decir, entre las décadas de los cincuenta y los ochenta del siglo XIX.
    Hasta entonces la infancia aprendía, incluso era educada, pero raramente escolarizada ni, por tanto, enseñada. En ese dicho africano según el cual hace falta una idea para educar a un niño, que tanto gusta a los docentes cuando demandan, con razón, apoyo, pocos reparan en que para nada se menciona a la escuela. La escolarización representa un cambio drástico respecto a toda la historia anterior de socialización familiar, aprendizaje en el trabajo, moralización religiosa, etc., cambio que consiste en acotar y especificar el espacio, el tiempo, el contenido, el método, la evaluación y los agentes del aprendizaje (ahora enseñanza) en ese conjunto de dimensiones y relaciones que llamamos escuela, o sistema educativo.
Numerosos signos anuncian que ese monopolio ha llegado a su fin. Seguramente no será muy distinto de lo que está sucediendo con la prensa y los medios de difusión (mal llamados de comunicación), que han perdido el monopolio de la información, con la publicidad, con la política, etc. Si la mayor parte de la enseñanza universitaria no fuera obligatoria, si no cumpliera además la importante función de custodiar a niños y adolescentes, si no fuese que estos aceptan e incluso quieren ir a la escuela porque allí están sus pares sin alternativa a la vista, o si la universidad no conservase todavía el monopolio de títulos que son la llave para las profesiones, la crisis del sistema educativo estaría al menos tan avanzada como la de los medios, la publicidad o las discográficas.
    El problema, en el fondo, es que el aprendizaje necesita cada vez menos de la enseñanza, o más en concreto de la escuela. Puede ser útil, pero ya no es imprescindible. O puede ser imprescindible por otros motivos (como la custodia o la mera socialización), pero ya no para el aprendizaje. Puede, en fin, que la concentración de aprendizaje y educación en la escuela resulte, a la postre, un mero paréntesis, es decir, una etapa histórica con un principio y con un fin. Un indicio de ello podría ser el peso relativo de enseñanza y aprendizaje en las preocupaciones sociales. El anagrama que acompaña a este texto sugiere precisamente eso a través de de un indicador indirecto pero relevante como es el de los títulos de libros publicados en los últimos doscientos años. Al principio era el aprendizaje; durante un tiempo, que viene a coincidir con el periodo halciónico de la escuela que discurre del surgimiento de los grandes sistemas de masas a la democratización del acceso, quedó subordinado a la enseñanza; ahora, en un proceso que arrancaría con los movimientos críticos de los sesenta y estalla con el desarrollo de las tecnologías y de las redes, se libera de nuevo. Y así se cierra el paréntesis.
anagrama