A partir de la experiencia de un alumno sobrecargado de tareas, el autor sostiene que en muchos casos el conocimiento se confunde con la información y la recepción pasiva de contenidos curriculares parece valer más que el discernimiento personal.
Domingo 21 de agosto, Día del Niño. Un amigo me comenta que su hijo había pasado casi todo el sábado lidiando con física y geografía y que aún le faltaba estudiar para un examen del día siguiente. Es adolescente, de modo que sus profesores habrán dado por sentado que se trataba de un domingo más para él y sus compañeros, y que probablemente no tendría hermanos o primos pequeños con quienes celebrar.
El exceso de tareas que llevan hoy los alumnos de doble escolaridad a sus hogares parece desafiar el sentido común. Si necesitan tiempo de recreación, el profesor pensará:
-Lo siento mucho, no es mi problema.
Si la ayuda de madres, padres o alguna tía maravillosa no alcanza, como tampoco el dinero para solventar un docente particular, se dirá nuevamente:
-Lo siento mucho, no es mi problema. Ya bastante tengo con aguantarlos en clase con su indisciplina y ostensible desinterés. Les asigno tareas porque hablan constantemente y no me dejan explicar. Quizá sean pocos los que hablan mientras el resto finge que escucha. Pero por las dudas los castigo a todos, sin discriminar entre justos y pecadores, ni entre quienes padecen dislexia u otra DEA (dificultad específica de aprendizaje) diagnosticada y quienes no. Además les agrego una prueba difícil para pasado mañana.
-¡Tenemos otra prueba ese día!
-Lo siento mucho, no es mi problema.
Así lo explica Daniel Pennac en Mala escuela: “No hay nadie más dispuesto a echarte una buena bronca que un profesor descontento consigo mismo”. Al hijo de mi amigo llegaron a tomarle tres exámenes, sobre asignaturas no vinculadas entre sí, en una misma jornada. Un dechado de pedagogía y planificación escolar.
El chico concurre a un colegio católico. Y, sin embargo, invariablemente recibe tareas para realizar durante el feriado pascual. Quizá algún profesor crea que eso contribuye más a su crecimiento que una visita a los abuelos, un día al aire libre o un atracón de chocolate. Puede ser. El inconveniente reside en que algunas familias prefieren, particularmente durante esos días, encontrarse con Dios, realizar el Vía Crucis o meramente reconciliarse consigo mismas. Nada que la batalla de Cepeda o una ecuación matemática puedan reemplazar.
Llega un día en que esos chicos, que pasaron ocho horas diarias en el aula durante más de dos lustros, ingresan a la universidad. Lo de menos es que alguno de ellos escriba “atravez” (todo junto y con z). Otros pondrán cara de asombro al enterarse de que la creación del Virreinato del Río de la Plata y la independencia de los Estados Unidos ocurrieron en el mismo año. O se expresarán lastimosamente, no pudiendo escribir un párrafo coherente ni realizar una mínima investigación sin recurrir a Wikipedia para luego copiar y pegar. El plagio les dará lo mismo que la glosa o el uso riguroso de comillas pues quizá nunca les enseñaron a distinguirlos. Rasguémonos las vestiduras: actualmente el plagio es moneda corriente en monografías de maestría y doctorado.
Esta es una de las caras de la educación escolar y universitaria, que a menudo confunde el conocimiento con la información y para la cual la recepción pasiva de contenidos curriculares parece valer más que la adquisición de hábitos tales como la curiosidad, el discernimiento, la imaginación narrativa o la independencia de criterio. Informamos, instruimos, pero no despertamos un entusiasmo vivo por el aprendizaje. Por ejemplo, obligamos a los estudiantes a recordar una sucesión de fechas, nombres y acontecimientos de varios siglos de historia universal. Pero si ese esfuerzo no va precedido de una teoría explicativa y algún intento de interpretación que permita comprender el encadenamiento de hechos y sus causas, toda esa información (que se puede fácilmente googlear desde cualquier teléfono conectado a una red móvil) tendrá un carácter inerte, no será procesada ni cautivará a esos jóvenes, de cuya memoria se borrará a los pocos días.
En un plano que me es familiar, pretendemos que un alumno de primero o segundo año de universidad conozca una lista larga de autores, pertenecientes a distintas tradiciones intelectuales e incluidos en un plan de estudios ya de suyo sobrecargado. A casi nadie se le ocurre pensar que en lugar de fomentar la cultura del manual sería preferible conocer en profundidad solamente a algunos de manera de “contagiar” un hábito de lectura (una proeza a estas horas) y una determinada afición por las grandes obras del pensamiento. De paso, llevaríamos a la práctica un modesto “principio de economía en la enseñanza” que Ortega y Gasset postulaba, según el cual sólo se puede enseñar lo que se puede aprender.
“Pedagogía de la memorización”. La expresión de Martha Nussbaum me parece más que lograda. La distancia que media entre ella y la genuina educación resulta evidente. Y lo peor es que muchos maestros y profesores lo saben pero se sienten impotentes para revertirlo. Reciben magros salarios, algunos pasan sus días yendo de un lado a otro como almas en pena y otros tantos carecen de tiempo para preparar bien sus clases o innovar con algún recurso que las haga más atractivas para los alumnos. Y están los héroes también, los que lidian cotidianamente con las adicciones, el bullying y la violencia física o verbal. O los que atraviesan largos trayectos de barro para ganarse el pan y compartirlo en alguna escuela de frontera. Todo eso lo sabemos y es parte de esta realidad dramática. ¿Cómo no eximirlos de responsabilidad?
En el extremo opuesto están los irrecuperables. Como aquel profesor que al comenzar su curso afirmó suelto de cuerpo: “Mi materia no puede darse en un cuatrimestre. Así que daré lo que pueda, el resto lo estudian ustedes”. Mi querido profesor, si su materia no puede dictarse en un cuatrimestre debe usted adaptar los contenidos a esa duración. Tan elemental como eso.
“El mundo en el que hoy en día se está criando a muchos niños está abarrotado, no necesariamente de ocupantes y por supuesto que no de experiencias memorables, sino de sucesos; es un flujo incesante de trivialidades seductoras que no invitan a la reflexión ni a la elección, sino a la participación inmediata (…). El mundo no tiene enigmas ni misterios para ellos; no los invita a prestar detenida atención ni a comprender. Seguramente, piensan que la luna es algo a lo que le pueden disparar o un lugar al que pueden ir, aun cuando todavía no han tenido la posibilidad de maravillarse con ella (…). Los oídos de los niños se llenan de la babel de invitaciones a reaccionar de manera inmediata e indeterminada y su enunciado sólo reproduce lo que oyeron que se dijo (…). En estas circunstancias, es evidente que la escuela no tiene importancia. En gran medida, renunció a su carácter de espacio apartado en el que se pueden oír otros tipos de enunciados y se pueden aprender lenguas distintas de la lengua del deseo. No ofrece el aislamiento, no brinda ninguna liberación. Está equipado con juguetes que quienes llegan a ella ya conocen. Sus virtudes y sus vicios son los del mundo que la rodea”. Escritas hace cuarenta años, estas reflexiones del pensador inglés Michael Oakeshott conservan una sobrecogedora actualidad y son aplicables no sólo a la escuela primaria sino a todos los niveles educativos en tanto “espacios de aprendizaje” (A place for learning es el título del ensayo citado) cuyos desafíos deberían hoy situarse a la cabeza de nuestras preocupaciones.
Fuente: www.revistacriterio.com.ar