“¿De qué das clase?”, me preguntan a veces.
“De Lengua y Literatura”, contesto.
“¡Ah, ya, lo de las frases y los autores”.
Y ahí seguimos.
Por supuesto que enseñar lengua es otra cosa. Es, por ejemplo, llevar semanalmente a la biblioteca a niños y niñas para proporcionarles los entornos lectores que muchos no tienen en casa. Es ponerlos en condiciones de tomar la palabra oralmente y por escrito para formular, con tanta firmeza como respeto, una protesta o una queja. Es ayudarlos a diagnosticar con precisión dónde y por qué se perdieron en la lectura de un texto y darles herramientas para desarrollar estrategias de comprensión lectora que contribuyan a hacerlos lectores competentes y autónomos de todo tipo de textos. Es proveerlos de un mapa de la cultura tan sencillo como riguroso que les permita situar en él las diversas experiencias artísticas a que vayan teniendo acceso: una exposición, una película, una ópera, la lectura de un clásico. Es enseñarles a leer no solo entre líneas sino también tras las líneas, y a preguntarse por qué determinadas construcciones sintácticas o determinadas elecciones léxicas dan lugar a titulares que pareciendo aludir a una misma realidad se sitúan ideológicamente en las antípodas, y preguntarse también quién es el emisor que hay detrás de unos y otros y desde dónde está mirando el mundo. Enseñar lengua es afinar la conciencia lingüística para detectar prejuicios y estereotipos así como los abusos de poder a través de la palabra. Es contribuir a desarrollar habilidades de interpretación a través del diálogo y de la lectura en contrapunto de textos diversos. Es vérnoslas también con los mecanismos de persuasión de la publicidad o la construcción de la identidad (y la gestión de la privacidad) en las redes sociales. Es recordar que no todas las opiniones son respetables -jamás una xenófoba u homófoba, por ejemplo-, aunque sí las personas que las emiten, por lo que debemos ampliar nuestro repertorio lingüístico para poder ser firmes en la argumentación y correctos en el tono. Es ayudarles a calzarse, ya para siempre, las gafas que detecten de manera automática la conculcación de derechos e invitarlos a desarrollar proyectos de trabajo que liguen la lectura de la palabra y la lectura del mundo. Un mundo, sí, de recursos finitos y enormes desigualdades.
Enseñar lengua es impulsar la elaboración de un periódico, un programa de radio, un corto documental o de ficción. Es montar una obra de teatro, un recital poético, un taller de escritura creativa. Enseñar lengua es organizar mesas redondas y debates, exposiciones orales formales, argumentaciones monologadas. Enseñar lengua es, hoy más que nunca, trabajar en estrecha colaboración con los docentes de otras áreas y abrir los centros al entorno. Tejer redes.
Cierto que nuestras rutinas docentes quedan lejos de este horizonte -basta con echar un vistazo a los exámenes de septiembre de cualquier colegio o instituto, unas pruebas que solo miden lo que miden y dejan fuera todo lo demás-, pero no es menos cierto que se cuentan por centenas -si no millares- los docentes que, bien de manera ocasional bien de manera sistemática, tratan de abordar de esta otra manera la educación lingüística y literaria de su alumnado. Su educación a secas.
Pero los exámenes son implacables. 103 estándares de aprendizaje para solo una asignatura y curso -Lengua Castellana y Literatura de 4ºESO, por ejemplo- llevarán de cabeza a muchos docentes este año tratando de adivinar sobre cuáles de ellos pondrán el foco los diseñadores de las evaluaciones externas. Aunque a estas alturas nada sabemos, presumiblemente contarán solo aquellos que se pueden medir en una prueba individual, contrarreloj, de lápiz y papel. Este curso estaremos “obligados” a cabalgar por los mil epígrafes de estos inabarcables currículos ante la incertidumbre de lo que pueda ocurrir con las reválidas. Pero de llegar a instaurarse la primera, en cursos sucesivos solo se abordará en las aulas lo que cotiza en las pruebas. Más aún si de ello depende la titulación de los estudiantes y la financiación de los centros. En este fuego de discursos cruzados se nos impele a explorar otras vías para acabar llegando a los mismos lugares de siempre: el computo silábico, las subordinadas concesivas, El sí de las niñas.
Todo lo barrerá la LOMCE, todo lo volará. Y no solo porque muchos de los aprendizajes arriba reseñados estén ya desdibujados en sus currículos, sino porque las reválidas acabarán por darles el tiro de gracia. Ya lo están haciendo, incluso antes de estrenarse. Si los docentes miramos con recelo -y con rabia infinita- estas pruebas es porque sabemos los costes que tienen en términos de esterilización intelectual. Quien se acercó a la Selectividad lo sabe. Cuántas rutinas absurdas que fagocitan el tiempo en las aulas -los intricados análisis sintácticos, sin ir más lejos, que descontextualizan frases aisladas y las desproveen de sus efectos comunicativos- no encuentran habitualmente más defensa que aquello de que “lo pedirán en la PAU”. Las reválidas de la ESO pretenden la ablación intelectual aún más temprana de los jóvenes.
¿Es que no hay imaginación suficiente para arbitrar otro procedimiento de evaluar nuestro sistema educativo -ver qué funciona y qué no y poner remedio a esto- que no sea examinar ¡por enésima vez! a nuestros estudiantes y que sean ellos quienes tengan pagar los platos rotos de tanto despropósito? El termómetro de las reválidas no hará sino enfermar aún más una escuela tan deudora todavía de la memorización y el enciclopedismo. O tan rehén -es la alternativa que pretenden imponernos- de lo que a PISA importa.