¿Sabía usted que PISA no hace las mismas preguntas en todos los países? ¿Y que, además, no tienen el mismo nivel de dificultad? ¿Quién va a ganar millones con las nuevas pruebas cien por cien digitales que se van a instaurar en 2015? Le contamos lo que esconde la fiebre mundial de los test educativos.
Pisa se ha convertido en un mastodonte y su influencia es cada vez mayor. La prueba diseñada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) ha evolucionado. Ha pasado de ser una herramienta para diagnosticar debilidades y fortalezas de los sistemas educativos nacionales a convertirse en una liga de países. En apariencia, con las mejores intenciones. Pero detrás de ese prurito por sacar mejores notas que el vecino se esconde algo que tiene poco que ver con la enseñanza: un negocio multimillonario.
Las claves de un gran negocio
La obsesión con los exámenes es un nuevo nicho de mercado. Y quien lo ha visto claramente es la editorial británica Pearson, una multinacional con filiales en todo el mundo, dueña además de Financial Times y The Economist y que facturó más de 6000 millones de euros en 2013. Pearson ha logrado el contrato para los exámenes de PISA 2015, que pagan los ministerios de Educación, y la exclusiva para la creación de la plataforma digital que los sustentará. Pearson utiliza PISA y otras pruebas similares como cabeza de puente para, según sus críticos, manejar los hilos de la educación mundial. Pearson no solo redacta los exámenes, también los corrige y aportará las herramientas informáticas a los ministerios de Educación para analizar el rendimiento casi en tiempo real, como si fuera una Bolsa de Valores, donde los que cotizan no son empresas, sino colegios y, en último término, nuestros hijos.
¿Es positivo o negativo? Es bueno, argumentan unos, porque así no se nos escapa ningún talento. Pearson sostiene que su objetivo es revolucionar el concepto de ‘educación’ en el mundo, personalizarla y reducir costes. Es malo, sostienen otros, porque las escuelas van a pasar más tiempo examinando que enseñando. Así lo considera el académico canadiense Donald Gutstein en un informe para los profesores de la Columbia Británica (Canadá). «Pearson consigue el grueso de sus ingresos de textos digitales, herramientas de enseñanza virtual, exámenes on-line… Y sigue una serie de estrategias para crecer aprovechando la transición de lo físico a lo digital. Es un plan ambicioso para comercializar sus productos y servicios. Si tienen éxito, convertirán a los estudiantes en simples clientes».
¿Pero cómo hemos llegado a esto?
Hagamos historia. La primera edición de PISA fue en el año 2000 y por su carácter trianual solo se han celebrado cuatro hasta la fecha. Los resultados de la quinta se darán a conocer el año que viene. Participan 71 países, seis más que en la última (2012). PISA ha desbancado a otras pruebas internacionales como TIMMS o PIRL. Más de medio millón de alumnos de 15 años se someten a los test, que en un principio se limitaban a ciencias, matemáticas y lectura, pero que van incorporando nuevos ámbitos, como los problemas de la vida cotidiana. PISA genera un informe muy exhaustivo, con multitud de análisis. Lo de comparar a los países participantes era una estadística más, unas tablas orientativas medio escondidas en un bosque de lenguaje burocrático.
Pero la tentación de hacer una liga es culpa nuestra, de los periodistas, que nos encantan esas competiciones porque se prestan a titulares redondos, del tipo «España fracasa otra vez» (la media de la OCDE sería la arbitraria línea entre el aprobado y el suspenso), «Finlandia se cae del podio», «Los asiáticos golean»… Periodismo deportivo más que educativo. Y también es culpa de los políticos, que sacan pecho si la cosa ha ido bien (cuando en realidad sería mérito de la Administración anterior), o justifican una reforma educativa a su gusto si las cosas van mal. ¿Pero podemos fiarnos de PISA? ¿Sus resultados son objetivos?
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